Dentro de cada adultez habita una versión infantil que no desapareció con los años: está ahí, guardando emociones olvidadas, necesidades que nunca se atendieron y patrones que, sin darnos cuenta, seguimos repitiendo. Ese “niño interior” no es una metáfora vacía; es una parte viva de nuestra historia emocional. Conectar con él es abrir la puerta a una sanación profunda, a darle voz a lo que antes no pudo expresarse, y a empezar a responder desde el presente con más intuición, calma y poder personal.
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La sanación comienza cuando nos detenemos a escuchar. Hacer espacio para ese niño interior puede tomar distintas formas: visualizar escenas del pasado, escribir lo que sentimos, retomar juegos que nos conecten con la espontaneidad o simplemente validar lo que alguna vez fue ignorado. Cada gesto, por pequeño que parezca, repara. Porque en lugar de seguir buscando respuestas afuera, empezamos a descubrir la fuerza que habita adentro.
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Cuando ese niño se siente visto y cuidado, nuestra manera de relacionarnos cambia. Las reacciones automáticas desde heridas viejas se transforman en elecciones más conscientes, basadas en amor propio. Los vínculos se vuelven más respetuosos, las decisiones más alineadas, y aparece un sentido profundo de confianza en uno mismo que impacta en cada área de la vida.
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Aunque hoy suene como tendencia en redes y terapias alternativas, trabajar con el niño interior no es una moda pasajera: es una práctica esencial. Sanar nuestras partes más vulnerables no es opcional; es la base para vivir con mayor libertad, autenticidad y compasión. Curar esas grietas del pasado es el primer paso hacia una estabilidad emocional real, que se sostenga con el tiempo y nos permita habitar la adultez desde un lugar más pleno y verdadero.